VII
El más brillante de los miércoles de las de
Tinto fué el honrado por la presencia de la viuda de Ledesma, con la cual Lelé,
nerviosa de contento, no sabía qué hacerse ni en qué altar colocarla; y bien lo
merecía viuda tan guapetona, ricamente vestida y con sortijas de lanzadera en
todos los dedos de las manos y hasta en los de los pies, según aseguraba Quico.
Se
bailó y conversó, y de hacer ó deshacer música se encargó el conde de San Roque
— título de los que, en Roma, se hacen dos mil en un dominus vobiscum —,
dedicado á llevar la peste á las tertulias, berreando la vechia zimarra
y demás canciones de bajo, que aplauden todos y á nadie agradan. Como á su
potente vozarrón retemblaban las vidrieras, se paraban los relojes de péndola y
hasta se destapaban las botellas de Champagne,
no era necesario interrumpir las conversaciones para oirle, y mientras se
despachaba á su gusto. Fifí, sentada junto á Paquito, ponía en práctica los
saludables consejos de su mamá.
—
Mire, Ledesma; cuando San Roque-acabe de cantar, no tome á mal si le dejo y me
voy con las de Bérriz; la compañía de usted me es muy agradable, pero mamá ya
me ha reñido varias veces, pues dice que todas mis atenciones son para usted, ó
por lo menos, así lo parece.
—
Y yo le estoy á usted muy agradecido, amiga Fifí.
—
Sí; pero ya comprenderá que esto no puede seguir así; fíjese cómo nos miran
todos. . .
—
No sé por qué.
—
Al verle siempre á mi lado, pueden creer lo que á usted, ni remotamente, le
habrá pasado por la imaginación. Su misma mamá de usted, que es persona de
talento, ¿qué pensará?
—
Pensará. . . lo que yo le tengo confiado; que hace tiempo deseo decir á usted
una cosa, pero no me atrevo...
Aquí,
el cantante se vió obligado á suspender el ¡Píf! ¡Paf! de Hugonotes,
porque Eduardo, el perrito de la casa, que también asistía á la tertulia, con
su mantita de gala, empezó á ladrar á San Roque. Vino la doncella, y á duras
penas pudo sacar al perrito de entre las faldas de Lelé y llevárselo al cuarto
de plancha.
—
Eduardito es un sabio — decía Quico.
San
Roque comenzó de nuevo y con más bríos, y Fifí siguió recreándose en el titileo
del flotante corcho.
—
¿Tan grave es lo que piensa usted decirme?
—
Grave... si se quiere, no es grave; es lo más sencillo del mundo, después de
todo; pero no deja de ser un atrevimiento la idea que yo acaricio; sin embargo,
confío en que usted me perdonará si encuentra exagerada mi pretensión.
—
Sea lo que fuere, puede usted decírmelo sin ambajes ni rodeos, en la seguridad
de que he de escucharle con el mayor agrado.
—
Pues bien, amiga Fifí; como ya le he dicho varias veces, yo tengo una colección
de sellos bastante completa, pero me falta el dos reales certificado, rojo, busto Isabel Segunda, año
cincuenta y uno, valuado en quinientas pesetas, según catálogo; y como
usted lo tiene en su colección, deseo poseerlo á cambio de otros muchos que á
usted le faltan y yo puedo proporcionarle, porque los tengo repetidos; usted me
dirá si acepta.
En
aquel momento, San Roque gritaba:
—
¡Pif! ¡Paf! — apuntando con los brazos, alternativamente, á Lelé y á la viuda
de Ledesma, mientras Eduardito ululaba en el cuarto de plancha de modo tan
lastimero, que llegaba al alma.
Fifí
no supo qué contestar, y los siete colores del iris pasaron por su cara en un
instante. Vió que los contertulios la miraban sonrientes, produciéndole el
efecto de una puñalada la risa del maldiciente Quico que acababa de hacer un
chiste á costa de ella y del Niño Quitolis, apodo con el cual había confirmado
á Paquito; creyóse Fifí blanco de todas las cuchufletas; no pudo resistir más, levantóse
sin decir palabra y fuése á su cuarto, donde rompió á llorar amargamente.
Lelé,
atenta á la pareja, había ido traduciendo las impresiones reflejadas en el
semblante de Fifí; salió tras de su hija, y ésta, entre zollipos, le contó la
simplicidad de Paquito, que daba al traste con todos los ensueños de boda.
¡Adiós
hotel, abono al Real, sortijas de lanzadera y automóvil veintiséis,
Panhard!
—
¡Quiá! — decía Lelé —, eso no ha sido niñería de Paquito, sino una parada en
seco; una retirada aconsejada por su madre.
Así
es, que el primer impulso de Lelé fué volver á la sala, decir cuatro frescas á
Paquito, cantar las cuarenta en bastos á la mamá, y poner á los dos de patitas
en la escalera, que para estas frescuras y otras mayores le sobraban arrestos; pero
como este proceder hubiera sido pública confesión del ridículo, é impropio de
una Subirats de Tinto, determinó consumirse con el veneno en sus entrañas antes
que darse por sentida; y ensayando una sonrisa de indiferencia y alto
desprecio, fué á decir á los contertulios que Fifí se había indispuesto repentinamente
y que, por tal motivo, daba por terminada la reunión.
Y
no fueron carcajadas las que soltó la viuda de Ledesma cuando se dió cuenta de
lo ocurrido.



