IX
—
¿La señora del general Tinto?
—
Aquí vive.
—
Vengo de Ligueras, y traigo encargo de saludarla de parte de su
esposo. Dele mi tarjeta.
—
Tenga la bondad de pasar á la sala y de esperar un
momento.
Jaime
Dalmau y Masaguer, según decía su tarjeta, sentóse en la sala, y allí estuvo esperando
cerca de un cuarto de hora. Durante ese tiempo oyó el ir y venir de faldas,
cerrarse unas puertas, abrirse otras y algún cuchicheo en el pasillo y
habitaciones inmediatas; y á no estar de espaldas, hubiese visto moverse
ligeramente el portier que con el gabinete comunicaba, por entre cuyos pliegues
hija y madre atisbaron al forastero para ver si su pelaje merecía la honra de
ser recibido por ellas.
Ya
molestado el forastero por tan larga espera, así discurría:
—
Tendrá que ver la indumentaria de estas señoras por dentro de casa,
cuando á las cinco de la tarde necesitan media hora para salir á recibir una visita.
Lelé
y Fifí vieron que el forastero tendría unos veintiocho años, vestía con cierto
descuido, llevaba las botas empolvadas y el peinado á la desgreñé; y
después de alguna discusión, censurando al general por enviarles visita tan
facha, convinieron en no recibir al provinciano, echar una reprimenda á la
criada por haberle hecho pasar, y escribir al general rogándole que, en lo
sucesivo, fuese más mirado en la clase de visitas que les mandase.
La
doméstica volvió á la sala, para decir que las señoras no estaban en casa.
Dalmau
frunció el ceño, dedicó á las señoras una grosería, mentalmente, y dijo:
— Lo siento, porque
soy portador de una cantidad que el general me entregó para la señora, y como
no pienso volver, dice usted á la señora que estoy en el Hotel Inglés, donde
puede enviar por el dinero.
Y
tomó la puerta, arrepentido de haberse prestado á tal comisión.
Aprovechando
la venida á Madrid, de don Jaime Dalmau, el general había entregado á éste la asignación
que de la paga enviaba mensualmente á la familia.
Llegaba
el forastero á la portería cuando oyó la voz de la criada, que le llamaba desde
lo alto:
—
¡Caballero! De parte de la señora, que haga usted
el favor de subir.
Malhumorado
y rezongando volvió el hombre á subir las escaleras, que no eran pocas.
—
Usted dispense — dijo Lelé—; mi hija se encuentra delicada y no recibimos á nadie;
luego estas criadas son tan torpes, que no nos había dicho que venía usted de
parte del general.
Desde
que el señor de Tinto se puso el entorchado, Lelé ya no le volvió á llamar Gugú
ni esposo, sino general.
Dalmau
volvió á la sala, y mientras de la cartera sacaba la asignación, Lelé admiróle
de reojo el magnífico alfiler de brillantes y un deslumbrante solitario en una sortija,
y entonces advirtió que todo cuanto el forastero vestía era de clase extra;
pero, zafio y descuidado por hábito, no aparentaba elegancia alguna, á pesar de
su rico indumento.
No
permitió Lelé que se marchase tan pronto. Le hizo tomar asiento, y con excusa
de preguntarle por el general y vida que éste hacía en Figueras, sonsacó que Dalmau
era soltero y había venido á la corte para establecerse.
A las pocas noches, Lelé vió á Dalmau en el teatro, correctamente trajeado de frac, pero peinado á medio mogate, y sin curarse de estar sentado sobre un faldón, ni de si se le arrugaba la pechera con su postura oriental, ni de si llevaba algo ladeada la corbata.
Tal
descuido parecióle á Lelé más bien de buen tono que chabacano, y Dalmau fué
presentado á Fifí, con la cual estuvo discretamente galante y expresivo.
A
ella no le disgustó del todo el provinciano, y á no ser por el poquito asento
catalán y el ligero sibileo que daba á las esesss.. . le hubiese resultado
un joven agradable del todo.
Ellas
aprovecharon la ocasión para traer á cuento, y por los cabellos, su amistad
íntima con el conde de San Roque, la baronesa de la Pacotilla y la vizcondesa
de Cantaenayunas, y finalmente le recomendaron que no dejase de asistir á sus
miércoles si quería relacionarse con lo más distinguido de la sociedad,
madrileña.
Asistió
Dalmau á la reunión; visitó á las de Tinto al día siguiente; se hizo el
encontradizo en paseo. . . No había duda, estaba interesado por Fifí.
Mas
el cisquero de Quico supo que Dalmau acababa de abrir, en Madrid, un gran
establecimiento de abonos minerales, y á la primera ocasión lo hizo saber á
Lelé y á Fifí, glosando lo de los abonos con dos ó tres chistes, no muy
aseados, que dejaron abochornadas y corridas á las de Tinto.
Dalmau
quedó descalificado desde aquel momento. Era necesario que no volviese á casa
de Lelé. Cosa fácil.
Se
encontraron en paseo; le clavaron los impertinentes; él las saludó; ellas
volvieron la cabeza al otro lado, haciendo bien patente y manifiesto el
desaire.
—
¡Tratarnos con un vendedor de abonos! ¡Ja, jay!...
En seguida...


