III
El
coronel ascendió á general de brigada. La inflazón de la Excelentísima señora
de Subirats de Tinto llegó cerca del estallido. Del Pérez y del Gómez
desaparecieron hasta las iniciales.
Lelé determinó recibir los miércoles, siendo indispensable, para ser admitido en su casa, uno de los siguientes requisitos; familia de coronel para arriba; ser título; abono de palco en el Real; tener coche propio ó un veintiséis, Panhard; calificativo de elegante sancionado por la pública opinión.
Tan
extremada fué en esta separación de clases, que dejó de saludar á una familia
andaluza, con la que estaba emparentado Gugú, por el grave delito de tener en
Madrid un almacén, al por mayor, de aceites de sus cosechas de Andalucía.
Ninguno
de dicha familia iba por el almacén, administrado por dependientes; las chicas
vestían elegantísimas; pero Lelé dió en volverles la espalda y en llamarlas las
Aceiteras. También dió de lado á los señores del entresuelo, porque tenían farmacia
en la planta baja, pues si bien el farmacéutico era rico y su profesión suponía
un título científico, al fin y al cabo había un mostrador incompatible con el modo
de pensar de doña Lelé de Subirats de Tinto. En cambio, ella enloquecía por meterse
en toda casade título, de dinero, de buen tono, y, para conseguirlo, alguna vez
se rebajó más de lo que aconsejaba el lema de su escudo.
Loló, el heredero de la casa, si vistiendo no era un Eduardo de Inglaterra, hacía cuanto podía por seguir las huellas de aquel soberano, si bien todo lo que podía no era sino lo poco que le permitía el bolsillo de Gugú, bolsillo oscilante con los días del mes. La indumentaria era la única preocupación que embargaba el desdichado cerebro de Loló, refractario á todo estudio serio.
El porvenir del chico preocupaba algo al general; no así á Lelé que, al contemplar á su hijo con polainas amarillas y guantes — rotos y sucios, pero guantes — paseando por la Castellana, jinete en el caballo de papá, esperanzaba ver á su primogénito caballerizo de la. Real Casa; y convencía á Gugú de que tal cargo era fácil de conseguir, dadas las buenas relaciones que en Madrid iban teniendo.
Para
el caso improbable de que esto no pudiera conseguirse, ahí estaba Fifí, niña
bonitilla y pizpereta, con pretendientes á montón; y mal habían de ponerse los
caminos para no dar con un marido podrido de dinero ó pictórico de influencias,
que sostuviera á todos en su rango el día en que Gugú llegara á faltar y
quedasen con la viudedad pelada y aun desollada por el tremendo descuento.
Al [soldado] asistente le puso Lelé un traje de calzón corto con los colores dominantes en el escudo de los Tinto, y al perrito una mantita bordada con los escudos de los Tinto y de los Subirats.
A
Fifí se le buscó una institutriz ó algo que se le pareciera. La elección de
ésta fué problema complicado, y hubo de resolverse después de prolijo estudio y
largas discusiones. Si extranjera, resultaba cara; si española, era una
cursilería. Lo que más dificultaba la solución del problema era que no
pretendían una, sino media institutriz, es decir, una joven de porte
distinguido que hablase en francés y que, con su presencia, adornase á Fifí las
tardes de los lunes, jueves y sábados, en paseo, y las tardes de los miércoles,
que eran los días de recepción, en casa; de esta manera podrían tenerla por
poco precio y sin el engorro de mantenerla.
Por
un modesto estipendio, la suerte les deparó una jovencita española que hablaba algo
el francés, la cual se avino á ser acompañante de Fifí cuatro tardes por
semana, sin opción á merienda, pero á condición de pasar por natural de Chalons-sur-Marne
y atender por mademosielle.
¿Sabéis
quién era esta media institutriz? Aquella joven rubita, pálida y triste, que asomó
al estanco cuando su madre me devolvía el billete por falta de cambio. ¡Cuánta
sería la desgracia de la familia del estanco cuando la necesidad obligó á Paulita
— que este era el nombre de la mademosielle — á venir á soportar las
simplicidades de Fifí y los incubicables gases de la cabeza de Lelé!





