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Este blog está dedicado a D. PABLO PARELLADA MOLAS, alias "MELITÓN GONZÁLEZ". Porque... “EN CUESTIONES DE CRITERIO HUELGA TODA DISCUSIÓN; SIEMPRE TIENE LA RAZÓN EL QUE ESTÁ EN EL MINISTERIO”.

II. Don Gumersindo fué llamado Gugú, por dentro de casa y entre las amistades íntimas; doña Leonor se puso Lelé; á su hija Filomena, Fifí, y á su hijo Lorenzo, Loló. El único de la familia que tenía nombre de persona, era el perrito, al cual llamaban Eduardo.

  

II

 

A don Gumersindo Pérez Tinto siempre le habíamos llamado «Pérez», y algunas veces «Sindo», entre los amigos, y siempre había firmado como primeramente queda escrito; pero cuando ascendió á comandante puso un guión entre los dos apellidos, no por fachenda propia, sino porque se empeñó en ello su esposa doña Leonor Gómez Subirats, la cual hizo idéntica operación entre los dos suyos.

Cuando don Gumersindo ascendió á teniente coronel cada guión se convirtió en un de, y al ascenso inmediato, el Pérez de Tinto y el Gómez de Subirats se transformaron respectivamente en P. de Tinto y en G. de Subirats, todo ello por la omnímoda voluntad de la directora de la casa, quedando, con tan sencillas operaciones, los apellidos desprovistos de toda reminiscencia plebeya.

 

La verdad es que eso de llamarse Pérez, Sánchez, Martínez…, para muchas personas viene á ser una quínola, casi una desgracia, si no llega á ser una vergüenza, sobre todo cuando se llega á ciertas categorías, y un guioncito ó un de están pintiparados para coser invariablemente un apellido con otro, y más si se tiene la suerte de que el apellido materno tenga algún significado, como Calle, Plaza, Pérez de la Calle, Sánchez de Torta, Chirivías. . . ; entonces, un la Plaza, Gómez de la Torta, Martínez de las Chirivías... acarician el oído con armonías de cuarteto clásico y. . .

Pero continuemos con el señor coronel P. de Tinto y con su familia, cuyas distinción y elegancia iban en progresión creciente.

Con el Usía, tratamiento que también correspondía á doña Leonor, la soberana de la casa ofició de arzobispo y confirmó, de nuevo, á la familia.

Don Gumersindo fué llamado Gugú, por dentro de casa y entre las amistades íntimas; doña Leonor se puso Lelé; á su hija Filomena, Fifí, y á su hijo Lorenzo, Loló.

Cierto que Fifí, Loló, Lelé y Gugú no parecen nombres de séres racionales; pero había visto Lelé que, entre personas de distinción, era corriente sustituir el nombre por su primera sílaba repetida, salvo los casos de «Cayetano», «Catalina» y otros que son irregulares y han de transformarse en Taño, Catala con acento en la segunda a, no, en la primera —, etcétera, etc.

El único de la familia que tenía nombre de persona, era el perrito, al cual llamaban Eduardo.

Y no pararon ahí las cosas.

Enterada Lelé de que existían unos señores dedicados á la confección de escudos nobiliarios, llamó á uno para preguntarle si los Subirats y los Tinto tenían derecho á tal honor; á lo cual contestó el fabricante que, no sólo los Tinto y los Subirats tenían su escudo peculiar, sino que también los Pérez y los Gómez, pues todos eran de ilustre abolengo, y que, por poco precio, él se comprometía á buscar antecedentes y datos con los cuales poder ofrecer á Lelé los escudos de los Tinto y de los Subirats, y aun de los Pérez y de los Gómez, pintados á la acuarela, en colores y con los golpes de plata y oro á que tales apellidos tuvieran derecho.

Al señor de P. de Tinto nó le parecía bien andar en estas inocencias, ni gastarse el dinero en ellas; pero Lelé, dispuesta siempre á cualquier sacrificio por todo lo vano y fastuoso, hizo cuestión de gabinete lo de los escudos para adornar la sala, y quedaron encargados y ajustados en 200 pesetas con marco y todo; los escudos de los Tinto y de los Subirats, se entiende; los de los Pérez y los Gómez, de ningún modo. Hoy, la confección de escudos — y no me refiero á los Reyes de Armas de profesión — es una industria con tarifa reducida, y por unas pesetillas se puede uno dar el gustazo de soñar que es descendiente de la Cava, de la esposa de Enrique el Impotente, de la de Carlos IV, ó de otras muchas tales que en el mundo han sido. 


En menos de dos semanas quedaron listos ambos escudos, y eso que el artífice, según aseguró, necesitó ir á Segovia y á Simancas, rebuscar entre los legajos de aquellos archivos y hacer un concienzudo estudio de los Subirats y de los Tinto desde Recaredo hasta nuestros días.

Agradable impresión produjeron en Lelé aquellos complicados jeroglíficos símbolos de su apellido, y lo que más le satisfizo fué una cinta que, en artístico zig-zag, entraba y salía por entre la churrigueresca orla de su escudo, y en la que se leía: NADIE SUBIRÁ LO QUE SUBIÓ SUBIRATS.

Aunque poco afecto á estas simplicidades, al coronel no le hizo buen cuerpo considerarse debajo de los Subirats que, á juzgar por el lema, habían sido aeronautas ó se habían dedicado á coger nidos de grullas, y preguntó al confeccionador de escudos si en el de los Tinto se podría añadir una cinta con otro lema. 


Contestó el artífice accediendo, pero á condición de que el lema había de estar relacionado con algún hecho notable de los Tinto, pues su conciencia profesional no le permitía faltar á la verdad de la Historia ni á las respetables prescripciones de la Heráldica, y seguidamente refirió que en uno de los muchos documentos por él compulsados en el archivo de Segovia, se relataba un hecho susceptible de aprovecharse para lema; y era el tal hecho que, estando el rey don Pedro en amoroso coloquio con la esposa de un Tinto, éste se presentó de improviso; huyó el rey por una ventana que daba al campo, sin ser reconocido; Tinto salió, puñal en mano, en persecución del ladrón de su honra, el cual corrió algún trecho campo á través, hasta caer en una alberca medio oculta por la maleza.

Al verse con el agua al cuello y bajo el puñal del ofendido esposo, gritó don Pedro:

¡Tinto, non matedes al vuestro Rey!

Y Tinto, que era un vasallo fiel, no sólo perdonó al monarca, sino que consideróse altamente honrado con que don Pedro hubiese tenido la atención de visitar su modesta casa; sacóle de la alberca, y llevó su bondad hasta rogar al rey que se despojase de las reales y empapadas vestiduras y las sustituyese por las humildes, pero secas, que Tinto llevaba. Y así se hizo.

El Rey volvió á palacio vistiendo el traje de Tinto, que le estaba como hecho á medida, y acompañado de su fiel vasallo en cueros vivos y con la ropa del monarca bajo el brazo.

Al despedirse el Rey, y tal vez refiriéndose á lo bien que le estaba la ropa de Tinto, así le dijo, estrechándole la mano:

Entre el Rey y Tinto, nada hay distinto.

Y siendo este el hecho que determinó la conversión de los Tinto, de plebeyos en nobles, según aseguró el pintaescudos haber leído en el archivo de Segovia, ningún lema más adecuado que aquella expresiva frase del Rey don Pedro 

Y con ella convinieron orlar el escudo nobiliario.

Y aun habrá quien afirme que hoy las ciencias adelantan.

La química industrial moderna no cuenta entre sus fórmulas con ninguna tan sencilla, natural y eficaz como la que antiguamente solían emplear algunos soberanos y grandes señores para teñir de azul la sangre roja de los plebeyos.

Comprendiendo el socarrón del pintaescudos que con el relato de aquel episodio histórico había colocado á los Tinto demasiado por encima de los Subirats, disgustando quizás á Lelé, añadió:

No es menos elevado el hecho histórico determinante del lema y de la nobleza de los Subirats, según consta en documentos archivados en el de Simancas. Siendo viudo el Rey Fernando el Católico, en los últimos días de su vida sentía tanta juventud en su alma como vejez y debilidad de cuerpo; la charlatanería médica aún no había inventado en aquella época los específicos vigorizadores que hoy se anuncian en los periódicos, y eran estériles cuantas pócimas le recetaban los médicos de cámara para infiltrar los ardores juveniles en la gastada naturaleza de Don Fernando, el cual estaba empeñado en recuperarlos, pues á todas horas, á pesar del dictado de «Católico», sonaban en su oído, lo mismo que en el de Fausto, cánticos de hermosas doncellas contestados por mancebos vigorosos.


Estaba entonces la corte en Medina del Campo, y era alcázar del Soberano el castillo de la Mota, denominado así por estar situado en una altura.

Un paje llamado Subirats, confió al Rey que á su noticia había llegado la existencia de una vieja habitante en Medina, confeccionadora de un filtro cuyos efectos eran de seguro resultado.

De orden del Rey avistóse Subirats con aquella mujer, y ésta dispuso el bebedizo, previniendo al paje que la eficacia del remedio dependía de la manera de propinarlo más que de las drogas de que se componía, y por esta razón había de tomarlo el Rey en siete noches, dadas las doce, en siete pequeñas porciones, subidas úna á uná desde la y siempre por una misma persona.

Esta persona fué Subirats, el cual se encargó de bajar á Medina y subir al castillo siete veces, durante siete noches, la ampolleta con el bebedizo.

Terminado el setenario parecíale al Rey sentirse remozado, y determinó trasladarse á Dueñas, donde murió hinchado, pues esta y no otra eficacia produjo el filtro vigorizador.

Mas antes de morir el Rey hizo noble á Subirats, reconocido á los buenos oficios y deseos del paje, y ordenó que la vieja fuese ahorcada.

De aquesta guisa — dijo el Rey — , de aquí en adelante, al castillo de la Mota NADIE SUBIRÁ LO QUE SUBIÓ SUBIRATS.

Viendo el historiador la satisfacción producida por sus relatos, se ofreció á escribirlos en papel pergamino, á manera de ejecutorias, si la cantidad estipulada se duplicaba, lo que no aceptó Lelé por bastarle con los escudos para la sala y para membrete en el papel de cartas.