POMPAS DE JABÓN
I
En
un estanco del barrio de Pozas entré á comprar unos cigarros. Golpeé suavemente
con el puño del bastón en la vidriera, que, á modo de tabique, arrancaba del
mostrador y terminaba en el techo. Seguidamente se abrió el ventanillo de
despachar, y por él salieron templadas emanaciones de cocina y de brasero mal
pasado, mezcladas con olores de tabaco y de vivienda poco ventilada.
Me
fijé en la dueña del estanco. No la quiero llamar «estanquera.» Todavía
conservaba cierta aureola de distinción, vista junto al mostrador y proyectada
sobre aquellas pilas de cajetillas y cajas de fósforos. Vestía de luto
riguroso; su palidez era intensa; sus canas, prematuras; su mirada, de
Dolorosa. Todo revelaba en ella un corazón apenado por hondas y recientes
desventuras.
Junto
al braserillo de hierro hacía encaje de bolillos una niña rubita, como de doce
años, también de luto, y también su cara estaba velada por la tristeza. Tosía
con alguna frecuencia; una tos débil, entre tós y quejido; los sabañones habían
dado á sus deditos el aspecto grosero de salchichas, algunas reventadas.
Para
pago de la mercancía entregué un billete de veinticinco pesetas. La señora
abrió el cajón; reunió unas pesetas y medias pesetas; contó alguna calderilla
heterogénea; rebuscó en el bolsillo de su vestido...
—
No tengo cambio, caballero — me dijo con apagada y dulce voz, esforzándose por
sonreír sin conseguirlo — , lo siento mucho; pero llévese los cigarros, ya me
los pagará otro día.
—
Mil gracias, señora; pero yo vengo poco por este barrio, y usted no me
conoce...
—
No importa.
Estábamos
en este pugilato de buena educación cuando, por la puerta que comunicaba con el
interior del tabuco-vivienda, apareció otra joven, como de veinte años, muy
linda; también rubita y de luto; también con palidez y tristeza en el rostro.
—
Mamá — dijo —, Edilberto puede ir á cambiar.
Y
ocultóse tras la cortina, un tanto avergonzada tal vez de que yo la hubiese
visto en lugar y traje tan modestos.
Se presentó el nombrado,' que también estaba detrás de la cortina, tomó el billete y salió á la calle.
Edilberto
vestía uniforme de soldado de Infantería, aunque mejor le hubiera sentado el
frac, pues era de cutis fino, rubio, goitroso y desvaído; hacía el efecto de
una señorita dentro de un holgado uniforme recién sacado del almacén del
cuartel.
La
tosecilla de la pequeña rubita continuaba quejumbrosa y tenue, como el
triquitreo de los bolillos.
— ¿Está
constipada la niña? — pregunté á aquella señora.
—
No, señor, es el olor del tabaco; como la pobre no está acostumbrada.
—Ese
militar, ¿es hijo de usted?
—
Sí, señor; me han quedado estas dos hijas y Edilberto.
—
Por lo visto, ha caído soldado.
—
No, señor; como siempre estuvo delicado y no pudo seguir carrera, ahora se ha
empeñado en sentar plaza, para no sernos gravoso y aliviarnos un poco.
No
me atreví á preguntar más, y esperé, callado, la vuelta de Edilberto con el
cambio del billete.
Salí
á la calle tristemente impresionado. Aquella familia había venido á menos; era
un ramo de flores marchitas.


