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Este blog está dedicado a D. PABLO PARELLADA MOLAS, alias "MELITÓN GONZÁLEZ". Porque... “EN CUESTIONES DE CRITERIO HUELGA TODA DISCUSIÓN; SIEMPRE TIENE LA RAZÓN EL QUE ESTÁ EN EL MINISTERIO”.

I. En un estanco del barrio de Pozas.

 


POMPAS DE JABÓN 

I

 

En un estanco del barrio de Pozas entré á comprar unos cigarros. Golpeé suavemente con el puño del bastón en la vidriera, que, á modo de tabique, arrancaba del mostrador y terminaba en el techo. Seguidamente se abrió el ventanillo de despachar, y por él salieron templadas emanaciones de cocina y de brasero mal pasado, mezcladas con olores de tabaco y de vivienda poco ventilada.

Me fijé en la dueña del estanco. No la quiero llamar «estanquera.» Todavía conservaba cierta aureola de distinción, vista junto al mostrador y proyectada sobre aquellas pilas de cajetillas y cajas de fósforos. Vestía de luto riguroso; su palidez era intensa; sus canas, prematuras; su mirada, de Dolorosa. Todo revelaba en ella un corazón apenado por hondas y recientes desventuras.

Junto al braserillo de hierro hacía encaje de bolillos una niña rubita, como de doce años, también de luto, y también su cara estaba velada por la tristeza. Tosía con alguna frecuencia; una tos débil, entre tós y quejido; los sabañones habían dado á sus deditos el aspecto grosero de salchichas, algunas reventadas.

Para pago de la mercancía entregué un billete de veinticinco pesetas. La señora abrió el cajón; reunió unas pesetas y medias pesetas; contó alguna calderilla heterogénea; rebuscó en el bolsillo de su vestido...

No tengo cambio, caballero — me dijo con apagada y dulce voz, esforzándose por sonreír sin conseguirlo — , lo siento mucho; pero llévese los cigarros, ya me los pagará otro día.

— Mil gracias, señora; pero yo vengo poco por este barrio, y usted no me conoce...

No importa.

Estábamos en este pugilato de buena educación cuando, por la puerta que comunicaba con el interior del tabuco-vivienda, apareció otra joven, como de veinte años, muy linda; también rubita y de luto; también con palidez y tristeza en el rostro.

Mamá — dijo —, Edilberto puede ir á cambiar.

Y ocultóse tras la cortina, un tanto avergonzada tal vez de que yo la hubiese visto en lugar y traje tan modestos.

 

Se presentó el nombrado,' que también estaba detrás de la cortina, tomó el billete y salió á la calle.

Edilberto vestía uniforme de soldado de Infantería, aunque mejor le hubiera sentado el frac, pues era de cutis fino, rubio, goitroso y desvaído; hacía el efecto de una señorita dentro de un holgado uniforme recién sacado del almacén del cuartel.

La tosecilla de la pequeña rubita continuaba quejumbrosa y tenue, como el triquitreo de los bolillos.

       ¿Está constipada la niña? — pregunté á aquella señora.

No, señor, es el olor del tabaco; como la pobre no está acostumbrada.

—Ese militar, ¿es hijo de usted?

Sí, señor; me han quedado estas dos hijas y Edilberto.

— Por lo visto, ha caído soldado.

No, señor; como siempre estuvo delicado y no pudo seguir carrera, ahora se ha empeñado en sentar plaza, para no sernos gravoso y aliviarnos un poco.

No me atreví á preguntar más, y esperé, callado, la vuelta de Edilberto con el cambio del billete.

Salí á la calle tristemente impresionado. Aquella familia había venido á menos; era un ramo de flores marchitas.